Sentado en la fría banca, Alejandro miraba nervioso la puerta frente a sí, mientras en su cabeza se revolvían los recuerdos de los últimos días.
No sabía aún si hizo bien o mal al recibir a Raúl aquella noche de sábado, cuando no paraba de tocar la puerta de la casa. Jamás había visto hasta entonces el rostro de su amigo con aquella expresión de rabia y dolor, menos aún poder entender las palabras que se le enredaban en la lengua. Lo arrastró hacia la cocina a fin de no despertar a sus padres, luego de calmarlo, lo dejo hablar, maldecir, llorar y contagiarlo de la emoción que aquel sentía. Tampoco pudo entender lo ingenua que había sido Esther al subir junto a su amiga al carro de aquellos dos jóvenes desconocidos, pero la ira creció al saber que ni la frágil hermana de su amigo, aquella que tanto le gustaba, ni la otra muchacha, pudieron hacer nada cuando dos tipos más treparon al vehículo casi en marcha, a dos cuadras de ahí y las maniataron. Casi se resistió a escuchar lo que ocurrió después en una playa solitaria y la forma vil en que las abandonaron al borde de la carretera con las ropas deshechas y los cuerpos mancillados.
Se abrió la puerta de aquella oficina de la División de delitos contra la vida, pero el fortachón que salió de allí casi ni lo miró y se perdió en el pasillo.
Al flaco le había costado entender días después porque Raúl no había denunciado el hecho a la policía, incluso se lo había ocultado a sus padres, pero conociéndolo tanto, supo bien que él solo deseaba vengarse. Alejandro hizo lo posible por desanimarlo, comprendía que tomar la justicia en manos propias tenía sus riesgos, pero también vino a su mente aquella historia que le contara su padre diez años atrás, cuando por vez primera supo de aquel joven héroe del Colegio Militar y como su sacrificio no tuvo la justicia que debió tener. Raúl supo tocar fibras íntimas de su corazón, lo había escuchado hablar con orgullo de Duilio Poggi, del ejemplo que significaba para él y sabía muy bien que lo ayudaría.
Fueron pocos los días de seguimiento en el lanchón de su padre, tan seguros de su suerte se sentían estos desalmados que seguían frecuentando los mismos cotos de caza. Esther los reconoció de inmediato, en especial a ese de cara bonita que por la ventanilla derecha las había convencido de subir y luego demostrado lo infame que era.
Aquella noche ninguna presa cayó, el grupo recaló en "El Tambo" y una hora después sin saber que eran observados se fueron a casa. Raúl lo había estudiado todo, pensó que “cara bonita” tenía los días contados, ahora solo le faltaba la fuerza de choque.
Barry media 1.85, noventa kilos, practicaba artes marciales, en una ocasión bajó a golpes a un "mañosón" del ómnibus, era pata de ellos en la universidad, tenía alma de justiciero y fue fácil de convencer.
Volvió a abrirse la puerta, pero esta vez un agente lo llamó por su propio nombre, Alejandro se incorporó con las piernas temblando. Mientras se dirigía adentro pensó en el momento en que echó de menos aquel porta-documentos que había extraviado cuando antes de llegar a la carretera, se bajó la llanta del carro y tuvieron que cambiarla. Se le vino a la mente la imagen de la palanca ensangrentada de la gata de para-choque, la forma fácil en que Barry había golpeado y subido al carro a ese imbécil, como habían frenado a Raúl cuando casi lo destrozaba y matar quería. Sabía bien que sería difícil explicar como su licencia de conducir y aquel carnet de la asociación de ex cadetes, estaban a unos cientos de metros de donde hubo un incidente tal, también recordó cuando al salir del colegio había escogido su mejor foto con uniforme y junto a sus datos los había llevado a ese viejo local del Paseo Colón, la verdad era que aquel documento le hacia aparentar mas edad y le ayudaba a ingresar a ciertos sitios, sin problemas.
El Oficial 1º Sánchez fue contundente y con un: ¿Sabes por qué estas acá? lo sacó de sus pensamientos, otro oficial a su lado lo miraba fijamente. Sánchez fue claro y le dijo: ¿Me podrías explicar porque cerca de un fulano que encontramos con las piernas destrozadas y con el cráneo roto se encuentran tus documentos? Entonces habló el otro y preguntó ¿Qué le podemos decir a los padres de un joven que no podrá caminar en un año y con las justas recuerda su nombre? Entonces Alejandro comprendió porque no había salido noticia de la muerte de “cara bonita” en los periódicos, tomo aire y respondió: ¡No lo se! Recuerdo haber ido hace unos días por ahí con algunos amigos, nos echamos unos tragos y es posible que mis papeles cayeran.
Sánchez sonrió y exclamó: acaso crees que somos tontos, sabemos todo lo que pasó, tenemos huellas del auto, solo queremos escuchar tu versión.
Alejandro no sintió hostilidad, era menor de edad y sabía que sin un abogado a su lado, lo que él dijera no podría ser usado en su contra, se animó y habló: hipotéticamente señores, quizás ese maldito violó junto a sus amigos a un par de chicas, hermanos o amigos desearon vengarse y lo hicieron, de seguro lo tenía bien merecido.
Juárez, que así se llamaba el otro oficial, sacudió la cabeza, ¿Tienes hermanas? le preguntó, no, fue la respuesta. Parecía satisfecho y murmuró: “ese malnacido y sus amigos estaban en nuestra mira hace tiempo, no pudimos agarrarlos in fraganti, si los hubiéramos pescado no los hubiéramos dejados vivos”.
Sánchez abrió el cajón del escritorio, sacó un porta-documentos azul que Alejandro reconoció al instante, se lo alcanzó mientras decía: flaco vete y no quiero verte nunca más por acá, ok. Recién entonces había dejado ver bien sus manos, en el dedo anular derecho, un anillo de oro lucía sobre una piedra negra, la inconfundible insignia del Colegio Militar.
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